lunes, 12 de septiembre de 2011

Respira...

Un impás:
Me abre mi madre la puerta de la entrada con un botón, aunque extrañamente echo de menos aquella portilla oxidada con la que me desfogaba pegando patadas al pestillo para que cerrara de una vez. Aparco el coche en la que antes era una improvisada pista de badmington -o como se escriba-, y todo parece nuevo: suelo nuevo, tejado nuevo, ventanas nuevas... sin embargo, lo más importante sigue ahí: mis árboles, que tanto cariño me dieron. Aún echo de menos a  mis perros (todos muertos ya) husmeando y peleando por la finca. ¡Aunque lo único que no echo de menos de ellos son las cacas esparcidas por todo el prado, jajaja!
Y los árboles... aquellos que antes parecía que se iban a quedar más pequeños que los demás, hoy lucen enormes, imponentes y vigorosos, como el fresno pequeño, que hoy en día irrumpe con fuerza irguiéndose contra el cielo, levantando la tierra en su base, como un intento de mostrar sus raíces al mundo.
Son los que me guardaban secretos, los que me endulzaban las tardes con sus frutos (y a mis perros, ¡que les encantaba triscar nueces!), a los que trepaba y en los que plantaba a su sombra la tienda de campaña para poder dormir alguna noche de verano como si fuera una aventura salvaje. Aquellos en los que me refugiaba cuando algo iba mal.
Todo esto pasa por delante de mí, mientras miro mis zapatos acercándose al jardín... para, acto seguido, quitármelos y empezar a correr descalza como una posesa, igual que cuando tenía ocho años. Y seis, y trece...
Siempre seré feliz así.

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