lunes, 12 de septiembre de 2011

Respira...

Un impás:
Me abre mi madre la puerta de la entrada con un botón, aunque extrañamente echo de menos aquella portilla oxidada con la que me desfogaba pegando patadas al pestillo para que cerrara de una vez. Aparco el coche en la que antes era una improvisada pista de badmington -o como se escriba-, y todo parece nuevo: suelo nuevo, tejado nuevo, ventanas nuevas... sin embargo, lo más importante sigue ahí: mis árboles, que tanto cariño me dieron. Aún echo de menos a  mis perros (todos muertos ya) husmeando y peleando por la finca. ¡Aunque lo único que no echo de menos de ellos son las cacas esparcidas por todo el prado, jajaja!
Y los árboles... aquellos que antes parecía que se iban a quedar más pequeños que los demás, hoy lucen enormes, imponentes y vigorosos, como el fresno pequeño, que hoy en día irrumpe con fuerza irguiéndose contra el cielo, levantando la tierra en su base, como un intento de mostrar sus raíces al mundo.
Son los que me guardaban secretos, los que me endulzaban las tardes con sus frutos (y a mis perros, ¡que les encantaba triscar nueces!), a los que trepaba y en los que plantaba a su sombra la tienda de campaña para poder dormir alguna noche de verano como si fuera una aventura salvaje. Aquellos en los que me refugiaba cuando algo iba mal.
Todo esto pasa por delante de mí, mientras miro mis zapatos acercándose al jardín... para, acto seguido, quitármelos y empezar a correr descalza como una posesa, igual que cuando tenía ocho años. Y seis, y trece...
Siempre seré feliz así.

lunes, 16 de mayo de 2011

El sal, la mappa



Otra vez, todo tan deprisa...



Volví a Málaga después de casi tres años, esta vez con una sonrisa por dentro y por fuera, en lugar de lo que por última vez fueran lágrimas y miedo. Esta vez ya no tenía nada que perder.



En realidad, desde hace no mucho tiempo me he dado cuenta de que no tengo nada que perder. El "diez" ya lo tengo, seguir viva; ahora se trata de mantenerlo... y con esto no me refiero a vegetar, sino a vivir.



En un año, mi vida ha dado giros tan inesperados que realmente ahora comprendo la frase "lo que no te mata te hace más fuerte". Después de todo, vuelta a casa después de Helsinki; pero esa vuelta a casa no podía ser demasiado larga, así que oposité a San Sebastián. Y quedé segunda. Segunda entre treinta y nueve, pero sólo una plaza. Después de todo, no está nada mal. Pero cuando te prometen un traspaso de plaza en agosto, te lo dicen en mayo y te dicen en junio que con la ley de la crisis te has quedado sin tu funcionariado... después de llevar casi seis meses trabajando allí, cinco años vividos en esa maravillosa ciudad que tanto ha significado -y significa- para mí, y perdiendo otras ofertas de empleo... pues, hablando en plata, es una putada como un pino. Pero que ya a la siguiente oposición en el mismo sitio te tumben a la primera porque la plaza ya esté más que dada... le hunde la moral a cualquiera.



Nunca me sentí tan perdida como esos dos días después de la última prueba. Ni siquiera quería permanecer un sólo momento en Donosti; ni esos días, ni los días que me quedé hasta que vacié el piso y mi alma. Demasiado dolor que no me dejaba pensar, ni siquiera sentir.



Mi vida allí se acabó, en un año pasaron todas las cosas que jamás hubiera imaginado. Todo un cóctel preparado para catapultarme lejos de esa bendita ciudad... todavía duele demasiado recordar. Y ahora se me hace aún más difícil volver. Pero sé que volveré...



Y qué pasó después? Navidades, una semana antes: broncas monumentales en casa (como no), y a mí que se me hinchan las narices y alzo la bandera blanca: consulta con la psicóloga. Y de la psicóloga, al psiquiatra, Y del psiquiatra, a la farmacia.



Atiborrada a pastillas, acudiendo cada semana al psicólogo, luchando contra la depresión y el transtorno obsesivo-compulsivo... y mi madre. Y mis no-ganas de tocar. Mis no-ganas de vivir. La pérdida total de sentido de la vida para mí.



Hasta que yo misma cambié la situación. Cambié mi manera de relacionarme con mi madre, cambié la reacción de mi madre (por diooooos), volví a hacer pruebas para orquestas, volví a tomar contacto con antiguos profesores y amigos olvidados... y aquello que no quería ver: mi naturaleza. Mi música. Mi mundo.



Todo aquello de lo que renegaba porque no lo tenía a mano y era demasiado doloroso no poder encajar del todo en ningún sitio. Era como un ratón atrapado en su madriguera. Hasta que asomé el hocico...



Y, derrepente en Málaga, Voilà! Vida después de la vida! En qué momento he cambiado? En qué momento me he aceptado tal y como soy? En el momento que he dejado de renegar los demás, de lo que soy realmente. Me he aceptado finalmente a mí misma, con mis defectos que ahora se convierten en peculiaridades. Me he empezado a querer, sin miedo a fallar, a no poder controlarlo ni saberlo todo. A ceder.



Y cuando eso sucede, es maravilloso escuchar a los demás, es maravilloso aprender. Y es maravilloso descubrir que para conectar con una persona no hace falta querer: simplemente, se conecta cuando lo que se piensa y dice es genuíno, cuando un alma coincide con otra. Entonces, se conecta sin querer. Y es... maravilloso.



Quedé tercera esta vez, de treinta y ocho, dos plazas. Pero me voy de Málaga tal y como llegué: con una enorme sonrisa y quizá demasiado oxígeno en la sangre. Me voy con una funda de chelo llena de esperanzas, de fuerza y de verdad. Y de almas que me acompañarán siempre.



Que a dónde voy ahora? Pruebas en Munich para ir a Malasia y pruebas en Odense, Dinamarca. Por más que lo pienso, Kuala Lumpur me atrae tanto como miedo me produce la situación. Pero de nuevo la curiosidad le vence al gato. Eso sí, esta vez sin gastar vidas.



Parece que me empiezo a ubicar en el mapa, aunque no sea el mapamundi... me conformo.

domingo, 27 de febrero de 2011

Una Rosa Negra de Tela


Cinco y media de la mañana, voy conduciendo por la Carretera del Infierno (o al menos eso dice el GPS de mi calle) y rompo a llorar. Una lágrima tibia y negra como el rimmel abriéndose paso por mi mejilla y un sollozo que nunca llegó a escucharse.

Cuántos recuerdos sin guardar. Sin guardar, digo, porque siguen estando ahí, día tras día, a cada momento. Ya no tengo donde escapar. Ya no me puedo escapar de mí misma, de mi pasado.

Hubo un tiempo en que huía de casa de mis padres. Escapé a Madrid y a Helsinki, después de haber probado las mieles de San Sebastián.

Después de todo, recalé en Donosti de nuevo. Increíble volver a sentir esa ciudad, ese pedazo de mí incrustado en cemento, mar y tierra. Pero todo eso se acabó. Ya nunca podré siquiera soñar con vivir allí, el único sitio que consideraba mi hogar.

Es curioso, "hogar". Se supone que el hogar está con tu familia, donde has pasado el período más largo de tu vida... sin embargo, a estas alturas no nos vamos a engañar: yo no tengo hogar. Al menos, físico.

Mi hogar está en mis recuerdos, pero el problema está en que no me puedo sentar en su sofá, porque no existe. Y duele la vida. De repente, me dolió Donosti, me dolió Santi, me dolió Joseba, me dolió el no poder respirar del frío cada vez que salía de mi portal en Helsinki. Me dolió no poder demostrar a todos que se equivocaban. Y me duele tener la garganta atrapada en un trozo mágico de madera y no poder alzar su sonido por encima de toda la ignorancia. Ignorancia de no saber quién soy: algo mucho más grande que no cabe en un trozo de piel y hueso.

Y cuando aparqué el coche, antes de dejar que esa lágrima me besara la mandíbula, miré en el asiento de atrás y me encontré esa rosa negra de tela, una rosa que en su día tenía compañera y que regalé a una amiga que se acaba de comprometer. Una rosa negra que no marchitará nunca porque no es real, porque no le dieron esa oportunidad de vivir, simplemente no creándola. Y sola.

Y me dio por pensar que la música debería morir al momento de crearse, porque duele recordar tanto constantemente. Nada debería ser de plástico.

Y después de un rato me desnudé, dejé mi alma en una pastilla de lormetazepam, cogí mi vitriolo en la mano y apagué la música de la mesita. La vida... la curiosidad mató al gato. Pero tener siete vidas duele.